jueves, 11 de septiembre de 2014

Un verano alocado

Junio. Se acaban las clases, los estudios, o en mi caso particular, las prácticas. Llega el día en el que dan un papel, y sin más, todo acaba. Otra generación que ha obtenido un título más para su colección, en general. Tras casi un año de arduo trabajo la mayoría de los estudiantes de 17-18 años tienen su título de bachillerato, un premio a su dedicación que les abre las puertas de la universidad, de la libertad que proporciona vivir por primera vez bajo un techo no regentado por la propia familia, y antes de todo eso, de un verano repleto de emociones encontradas. La euforia por haberse quitado un peso de encima que se hacía todavía mas difícil de llevar conforme acechaba el final a la vuelta de la esquina, cada vez más cerca. La alegría -o nostalgia, pero no es mi caso- por abandonar de una vez ese instituto en el que se han pasado grandes y no tan grandes momentos durante los últimos 6 años, dejando atrás a todos esos profesores buenos y no tan buenos, cabrones y no tan cabrones, y a todos los compañeros y/o amigos que se han quedado ahí por las circunstancias que sean. La tristeza porque va a ocurrir lo indeseado, lo repudiado pero inevitable: la marcha de los amigos a sus respectivos lugares de estudio, todos ellos repartidos de forma exagerada por la geografía española, dejando entre sí distancias insalvables excepto en fechas muy marcadas como navidad, tal vez semana santa, y cómo no, el siguiente verano.

Al principio siempre se toma como un verano más, otro de tantos. El tiempo se dedica a estar con los amigos principalmente, también a descansar, algunos lo aprovechan con hobbies que por culpa de los estudios no se han podido permitir como leer, escribir, hacer deporte, seguir una serie, escuchar música y tantas otras cosas que la gente disfruta mucho más sin tener que preocuparse por los estudios. Unas cuantas veces a la piscina, otras tantas a las casas de campo, entre unas cosas y otras siempre hay un viaje, una visita, algo distinto, especial, que sólo se hace en verano. Por otro lado, unos cuantos días en los que nadie parece existir, los planetas se alinean y todo el mundo parece ponerse de acuerdo para desaparecer del mapa y no dejar rastro. En ocasiones amontonados, otras veces aislados pero no por eso menos desagradables.

El verano es una montaña rusa de estados de ánimo en toda regla. En un periodo de tiempo relativamente corto se puede pasar de la completa felicidad a un desánimo capaz de hundir a cualquiera en la miseria. Personalmente, no sé si compensan esos viajes a Mora y Madrid, Alicante, y Albacete, o esos días de piscina, todos los cumpleaños celebrados, y por qué no, todas esas noches memorables que han acabado con 4 o 5 personas como máximo gritando por la calle que siempre acaban los mismos y los demás son unos aburridos. ¿Por qué? Más fácil imposible. Todos estos momentos son segundos en comparación a esas tardes de siestas alargadas adrede, de películas vistas en casa más por aburrimiento que por placer. Son historias tan perfectas como cortas, que preceden a un declive emocional digno de una tarde lluviosa de domingo, con película dramática de Antena 3 y helado incluidos.

Es fácil tildarme de pesimista y cerrado, y francamente, también es algo acertado, porque es lo que soy. En una mente como la mía lo bueno solo perdura en las fotos, los billetes de tren y bus (los cuales guardo como buen nostálgico que me considero a la hora de pensar en mis viajes), y lo malo se extiende en el tiempo pero de manera intermitente, esfumándose en los buenos momentos que por fortuna ocurren, aunque no tan de vez en cuando como me gustaría.

Realmente, ese estado de ánimo en auge sólo ha logrado extenderse a ráfagas aisladas en todo el verano, y en todo caso no se ha prolongado mas de 4 días seguidos. Siempre se acababa lo bueno, y aparte, siempre había algo por lo que sufrir un bajón más allá de la vuelta a la normalidad. Supongo que el hecho de ser un jodido pesimista aumenta la probabilidad de que aparezca uno de estos hechos que tocan la moral y algo más cuando no hay algo emocionante que vivir, y que su efecto aumenta aun siendo cualquier nimiedad.

A pesar de todo este follón de días solitarios, aburrimiento e incluso bajón, no me arrepiento de nada de lo ocurrido. Es cierto que esos momentos buenos no compensan todo lo malo ni de lejos, pero unos existen en complemento a otros, por lo tanto sólo puedo aceptar los hechos acontecidos este verano y agradecer a... la vida, que me haya dado la oportunidad de disfrutarlos.

Por todos los viajes habidos y por haber, por todas las excursiones, todas esas noches reconfortantes, por esa feria vivida de una manera distinta, por ese baño nocturno improvisado con quienes ya lo saben y como ya saben...